¿Qué? Espera a ver si he entendido la pregunta… ¿Cuándo he perdido mi inocencia? No lo sé. ¿Acaso puedes perderla con cuatro años?
Con cuatro años me enamoré locamente de Paulo. Sí, aquel niño con su pelo perfecto peinado a un lado liso y brillante, su tez morena y aquella sonrisa encantadora.
Era el más listo de la clase. Los profesores lo alababan cual Dios. Sin embargo, no era listo: “Paulo no es listo, es inteligente”. Con el mínimo esfuerzo lo hacía todo bien. Sin embargo, era un auténtico capullo.
La profesora Matilde nos había mandado dibujar los labios a dos caras. Una triste y otra sonriente. Yo no conseguía hacer la segunda. Pero Paulo sí. Así que ni corta ni perezosa aproveché que estaba a mi lado para pedirle una mano.
-¿Me ayudas a hacer la carita sonriente?
-Sí, claro.
Fue en aquel momento cuando fui a entregar el trabajo hecho a la profesora por mi brillante compañero de ojos oscuros pero cautivadores y como resultado, acabé siendo castigada en el pasillo.
-Beatriz, esta no es una cara sonriente es una cara triste. Es la cuarta vez que te lo pido. ¿Me estás tomando el pelo?
Todavía a día de hoy no sé porque no era capaz de trazar la cara triste, pero tampoco sé porque Paulo no me dibujó lo que le pedía. Y yo, contenta como lo que era, una enana, entregué aquello sin corroborar que mi compañero me estaba tomando el pelo.
Lo que yo decía. Un auténtico capullo. Pero muy lindo. Muy lindo con su polo amarillo y su gorra de béisbol. Y ese andar que tiene como un pato. Un pato entrañable sacado de una película de dibujos animados.
En primaria decidí no ser tan vulnerable a sus encantos. Cuándo salía a la pizarra me reía y le susurraba a mi compañera: ¡Mira, mira… junta los pies! ¿Y si lo llamamos “Pies Juntos?”. Las risas a continuación harían que la profesora focalizase su atención en nosotras y en consecuencia, me tocaría volver al pasillo castigada contra la pared. Como cuando tenía cuatro años. Al final siempre parecía salirse con la suya.
En quinto de primaria descubrí aquello que decían de que “cuándo miras fijamente a una persona a los ojos te atas a ella”. Estuve mirando fijamente a los ojos de Andrés una eternidad. Sin pestañear. Y él igual. Me volví naufraga en sus ojos negros como el carbón. Y sentí mi cuerpo flotar en aquel breve pero intenso instante que me parecieron años luz. Andrés siempre había estado muy presente en mi vida, como mi mejor amigo. Aun así, nunca me había pasado aquello. A partir de ahí nuestra relación siguió igual: paseos en bici, merienda en mi casa o en la suya, partidas de más de tres horas a la consola y juegos al escondite en su jardín y alguna que otra partida de fútbol.
Un día en mi casa cenando pizza apareció una escena de sexo en la televisión y nos reíamos pícaramente. Estábamos en mi casa nueva, estábamos medio mudándonos y a veces dormíamos allí o en el piso de siempre. Subí a Andrés a mi cuarto y detrás de la cortina de la habitación le dije que le enseñaría algo “Vale, ahora te enseño yo pero después tú, ¿vale?” Y fue cuando, le enseñe por primera vez, mi vagina a un hombre a la velocidad de la luz. Me bajé un poco las braguitas y lo subí rápido, el hizo lo mismo. Y nos reíamos todo el rato. Paramos cuando mi madre irrumpió en el cuarto:
-Niños, ¿Qué estáis haciendo?
A partir de ahí, imagino que Paulo se alivió. Ya no andaba detrás de él. Ya no tenía miradas que esquivar, ni palabras feas a su persona…. Nada. Absolutamente nada.
Mi nuevo problema era en aquel momento una mujer: Carol. Estaba tan celosa de que Andrés y yo fuéramos amigos inseparables que me empujaba subiendo las escaleras con tal de acercarse a él o me convertía en el punto en blanco de los chutes al balón en las partidas de fútbol en el patio del recreo.
Fue entonces, en sexto de primaria, cuando algo muy extraño sucedió.
-Bea, ¿Quieres salir conmigo?
En cuanto me giré observé a Paulina sujetándome del brazo a la par que formulaba aquella pregunta. ¿Qué diablos ocurría? En aquel momento de desconcierto, señaló a Paulo con una sonrisa traviesa- Es Paulo quién te lo está preguntando.
¿Paulo? ¿Paulo quería salir conmigo?
Mi respuesta fue que no. Él ya no me interesaba. El problema fue cuando llegó su prima rara. Aquella que caminaba peor que él y que llevaba la mochila más arriba imposible a su espalda. Pelo rizo y estropajoso y gafas de culo de vaso. Pero ella estaba muy enamorada de Paulo, y ver todo lo que hacía y los desprecios hacia mi persona (sólo por saber que su corazón me pertenecía) hizo que sintiera cosas extrañas. Sentimientos a flor de piel. ¿Eran celos? ¿Era acaso una competición? ¿Una guerra proclamada por aquella niña que vivía en casa de sus abuelos justo enfrente del colegio y que había aparecido todavía ahora en nuestras vidas? ¿De dónde había salido? ¿Por qué me miraba con aquella cara de asco? ¿Acaso había algo que me estaba perdiendo? ¿Acaso tantos celos le podrían dar a aquella niña? ¿Me debía sentir bien o mal? ¿Qué me estaba pasando para tener tantas preguntas sin respuesta en mi cabeza?
En efecto. Aquel niño me estaba volviendo loca. Los niños empezaban a reírse de ambos en clase. “Bea y Paulo son novios… ¡Que se besen, que se besen!”- cantaban jocosamente los niños totalmente sincronizados. Y la profesora Ana, de inglés, sonreía al vernos como si nos tratásemos de dos caramelos de nieve. ¡Si simplemente nos habíamos sentado juntos!
He de admitir que me gustaba sentir aquel calor en mis mejillas cuando gritaban aquello. Sentía calor por cada poro de mi piel y una revolución sexual que nunca antes había experimentado. No había dicho que sí a la petición de Paulo, pero supongo que mi mirada, puesta en sus ojos y mi sonrisa tímida, delataban mis sentimientos.
Un día le entregué una carta al terminar las clases y él se asustó: “Pensé que querías acabar con lo nuestro”, me soltó. “Lo nuestro”: aquellas miradas tímidas en el patio del colegio, las notas escritas a papel saltando de mesa en mesa hasta llegar a nuestras manos, o los cambios en clase de inglés dónde podíamos sentarnos juntos porque la profesora Ana nos dejaba sin importarnos que los berridos de los demás nos ruborizasen. Era un paso más allá. Escrito en mi puño y letra (hablar de las clases, de lo que me gustaría ser de mayor y sobre la excursión de fin de curso que sería en tres meses). ¡Vaya! Todo un avance si tienes nueve años en tu relación.
Aquel verano no volví a ver a Paulo. Nos seguíamos mandando cartas. Pero esta vez por correo ordinario. Todos los días iba a mirar el buzón cuando llegaba el cartero antes que mi padre. ¡Me moriría de la vergüenza si pillaba una carta de Paulo! En ellas, escribía que quería ser piloto de avión en las fuerzas armadas y que poco tiempo tendríamos para vernos. Y que aún por encima yo quería ser periodista y no iba a parar de viajar. ¡Ah! Y que lo nuestro no tenía futuro.
El amor siempre ha sido complicado. ¿Lo curioso? Que soy periodista, pero Paulo nunca pudo hacer lo que quería por problemas de visión. Ahora es publicista.
En aquel curso a seguir ,primero de la ESO, Paulo estaba insoportable. Me contestaba fatal y parecía molesto cada vez que los repetidores venían a mí o descubría que tenía notas de amor.
¿Qué cuando perdí la inocencia? Desde luego que no fue a los cuatro ni a los diez. Fue a los doce años. Ya tenía el período, pero los tiros no van por ahí. Quizás mis cambios hormonales hayan influido en lo que voy a contar, o quizás no. Pero eso da igual.
Aquel día en el que entró Daniela por la clase a pedir el mapamundi y me quedé anonadada mirándola.
A partir de ahí me obsesioné con ella. Iba a verla a patinaje cuando supuestamente iba a acompañar a mi mejor amiga, me colaba en su clase durante los recreos para ver su caligrafía y me quedaba en la biblioteca los días que ella se quedaba para poder estudiar a su lado.
Quería ser su amiga, ese era el objetivo. Así que jugaba con los de su clase al voleibol en los recreos. Un día conseguí que se acercase a mí y me hablase. Estábamos delante del arenero (dónde juegan con las palas y la arena los más pequeños) y me contó una confidencia de lo más interesante para mis oídos:
-¿Sabes qué? De pequeñas jugábamos juntas todos los domingos en Indiana Bill, la piscina de bolas y cogíamos la más grande y la taponábamos y no dejábamos pasar a la gente y nos reñían las empleadas.
Mi cara se iluminó de una sonrisa. Aquella niña ya era mi amiga de la infancia. Fue lo más reconfortante que pude haber escuchado y en mi mente aquella Daniela cobraba vida saltando encima de una bola gigante roja con una camisetita interior blanca a la par que la empleada se acercaba a nosotras con cara enfurecida por atascar el tránsito de los demás niños en la piscina de bolas.
Hasta los dieciocho años nunca habría analizado todo esto. Por aquel entonces, pensaba que lo que sentía era “admiración” y que “quería ser su amiga” simple y llanamente. Sin embargo, no era aquello. Yo quería mucho más. Y fue entonces cuando llené mis carpetas de fotos de actrices en lugar de actores y me metí en el equipo de baloncesto.
Nunca pasó nada entre Daniela y yo más allá de aquella conversación inocente pero nunca más me volvió a interesar un niño desde entonces.