Amores platónicos, poemas, amor consumado, felicidad, terrible pendiente y hostia de bruces contra el asfalto.
En la infancia el amor parecía sencillo. Papá y mamá. Tambor, fiel aliado de su colega Bambi, pataleaba al llegar la primavera y encontraba el amor a una décima de segundo; Simba y Nala amigos de la infancia y con su encuentro erótico-festivo rebozándose en el césped; la sirenita y su príncipe azul con una coleta hortera y los pececillos contando “shu-la-la-la” mientras pasean en canoa bajo la tenue luz de las estrellas.
Terrible. Francamente terrible.
A los doce años de edad comencé a coleccionar amores platónicos (no voy a desvelar nada íntimo por el afán de conseguir una entrevista con la prensa rosa). Ninguno correspondido, y los libros de poemas fueron almacenando mi estantería. (En Brico King mis padres comprarían más y más estanterías).
Los poemas, algunos, me consolaban. Sin embargo, otros me hundían en la miseria. Igual que aquellas canciones lentas y ñoñas de rocanrol que me hacían pensar en una figura onírica de aquella persona que me hacía vibrar.
Fue en bachillerato cuando leí en medio de la clase un poema de Pedro Salinas. Hasta la fecha, fue hacia mi último amor platónico. O por lo menos, que me pegara tan fuerte la flecha de Cupido.
El profesor había mandado analizar un poema delante de toda la clase, a quién se atreviera a salir a la pizarra y recitarlo.
Me pareció hecho para mí aquel ejercicio. Aquellos versos prácticamente los sabía recitar de recorrido y su significado evocaba a aquel amor en todo momento. Aquella, era mi historia y aquel poema tenía que ser leído sí o sí. En esto que quieres salir con todas tus fuerzas y ser la escogida para el ejercicio.
En aquellos versos se encontraban aquellas palabras que no me atrevía a decir.
Por supuesto, nadie se percató de aquella arma de doble filo. Ni tan siquiera era mi intención. Pero para mí fue una experiencia mágica.
En definitiva, el amor sabe a muchas cosas: a dolor, a alcohol, a una canción, a una ducha, a nicotina, a un beso o a un café… pero desde luego, no a San Valentín.